Por Mempo Giardinelli
Discípulo de quien fue el más reconocido constitucionalista de este país – el entrerriano Arturo Sampay (1911-1977), padre de la Reforma Constitucional de 1949 – la cátedra y los libros de Cholvis son valorados porque derivan de la misma rigurosa concepción política y jurídica de su maestro.
Décadas después de la traumática derogación de ese texto, prohibido cuando el violento golpe de Estado de 1955, en los círculos jurídicos, políticos y académicos parece crecer ahora cierto acuerdo: sin una nueva Constitución Nacional la Argentina no tiene solución.
Las “reformas” ya no bastan e incluso los “parches” pueden ser muy riesgosos. Por eso crece la certeza de que no bastarán levedades sino que se requerirá una nueva Constitución.
Hoy es evidente la desvirtuación de los esfuerzos de un pueblo trabajador como el argentino, al que el sistema político, económico y comunicacional no ha dejado de rodearlo de inmoralidades que –duele admitirlo– suelen terminar en frustraciones y resentimientos.
Si bien en diferentes momentos del siglo 19, e incluso del 20, en América Latina se morigeró el colonialismo y surgieron entidades soberanas, la liberación no impidió que la subordinación externa continuara, metamorfoseada como “imperialismo económico”. Vale decir: respeto formal a la independencia política de los Estados, pero con fuerte control de los recursos estratégicos.
Así lo denunciaba Sampay al condenar invasiones textuales del exterior que llegaban a los cenáculos de la oligarquía, alabando y propiciando las presuntas bondades de “la libre inversión extranjera”. Engaño que se presentaba argumentando que: “Como nosotros no generamos ahorro social bastante para invertir en el desarrollo, ni poseemos las tecnologías necesarias, estamos forzados a recibir de afuera ambas cosas; así acrecentamos la producción para con parte de ella amortizar las inversiones de capital y remitir al extranjero las ganancias y las regalías por los usos tecnológicos”.
Ese engaño, o fantasía, años después pregonó la falsa teoría “del derrame”, supuesta panacea de las teorías económicas neoliberales, ésas que hoy el pueblo argentino sufre en carne propia y cuyos resultados están a la vista y dibujan la tragedia argentina: casi la totalidad de las industrias locales ha pasado a ser propiedad de monopolios internacionales. El ahorro de los argentinos se mezcla así con las inversiones de corporaciones externas, pero las ganancias se envían afuera.
Por eso Sampay juzgaba necesario promover el desarrollo autónomo de la economía nacional, el cual sólo podía realizarse “si el pueblo argentino, modelado como entidad político-jurídica realmente soberana, administra sus propios recursos y medios fundamentales de producción”. Por eso “la independencia económica era un objetivo primordial”.
Lo que puede llamarse “peronismo puro” de aquellos tiempos, reconocía que la falta de independencia económica conllevaba la pérdida de independencia política: “Quien controla la economía de un país, domina también su política nacional e internacional”. Por eso en los países que no logran tal independencia, la estructura política aparece sólo formalmente realizada, porque se encuentra integrada a la economía de países de alto desarrollo, que obviamente ejercen dominio. Que es facilitado también por los organismos internacionales (financieros, comerciales, culturales, etc) de modo que el estado subdesarrollado conserva los atributos formales del autogobierno, pero las decisiones efectivas se dictan en el exterior.
Sampay y Cholvis, cada uno en su época, coinciden en un punto fundamental: la clara diferencia entre Reforma Constitucional y Nueva Constitución. Dos concepciones que en la reorganización del sistema de funcionamiento industrial, comercial, exportador e importador, han de requerir nuevos sistemas educativos y sociales que garanticen la convivencia democrática y pacífica.
Muchos años después se pregonó “el derrame”, que favorecería a todos aplicando la teoría económica neoliberal que actualmente conocemos. Y que se ha repetido hasta el hartazgo, como lo prueba el desastre argentino actual, con la otrora “gran masa del pueblo” condenada al hambre, el desamparo, la explotación y –lo peor– un inocultable desaliento en las calles y los sistemas comunicacionales.
Los resultados de estas políticas –anticipaba Sampay– son fáciles de observar y revisten el carácter de “tragedia nacional”. Como si nos hubiesen derrotado en una guerra, la mayoría de nuestras empresas industriales ha pasado a ser propiedad de monopolios internacionales; el ahorro de los argentinos nutre las inversiones de esos monopolios y por la utilización de este ahorro nuestro, se envían ganancias afuera. Por ello también para el perfeccionamiento físico y espiritual del pueblo argentino era y es necesario y urgente promover el desarrollo autónomo de la economía nacional.
Que sólo puede realizarse si el pueblo, modelado como entidad político-jurídica realmente soberana, administra sus recursos y medios de producción y recupera los que están en poder de fuerzas que no los utilizan con ese fin sino para pura especulación.
Lo cierto es que las políticas económicas neoliberales que se ejecutan en nuestro país y otros del continente, sólo dejan como resultado estancamiento económico, pérdida de soberanía en todos los rubros, extranjerización de bienes y recursos naturales. Y una desocupación nunca tan grave como ahora.
Pero esa independencia no se logra sin independencia política. La falta de la primera se sintetiza en la pérdida de la segunda, como está probado en todo el mundo, donde quien controla la economía de un Estado controla también su política nacional e internacional.
Dependencia económica y subdesarrollo operan como factores a la par y en interacción, y aseguran la subsistencia de las estructuras que impiden toda efectiva vigencia de la soberanía.
El 1° de mayo de 1948, en su discurso ante la Asamblea Legislativa, el Presidente Perón sostuvo que “la reforma de la Constitución Nacional es una necesidad impuesta por la época y la consecuencia de una mayor perfectibilidad orgánica institucional”. Por eso lanzó el Plan de Gobierno 1947/1952 (el primero quinquenal, como se llamó): porque “sin bases económicas no puede haber bienestar social”,
Lo que vino después de la moderna y progresista Reforma Constitucional de 1949 es conocido e incalificable para siempre: el violentísimo Golpe de Estado de Junio de 1955 desató un infierno de bombas arrojadas por la Fuerza Aérea sobre la ciudad de Buenos Aires, causando unos 400 muertos y feroces persecusiones y fusilamientos.
La moraleja está clara: la Democracia, la Paz y la Soberanía sólo se perfeccionan desde la política. Claro que con otros rotundos y diferentes puntos de vista, audaces y sinceros, claros y precisos. Y además con recuperación de transparencias. No en trastiendas ni en secreto.
Materia aparte es reconocer que no son pocos los dirigentes y militantes que entre dientes afirman que el actual sistema de partidos políticos no sirve más, que llegó a su fin. El modelo económico cipayo es indefendible, dicen. El sistema electoral está podrido. Y también la inconducta económica, tanto de organismos como de funcionarios. Se llevaron el oro a Londres nuevamente, como lo hizo Macri y otros también lo hicieron y ahora lo hace el actual e incalificable gobierno.
A este paso, quizá una visión política y jurídica más profunda sea imposible. Pero urge reconocer que sin una nueva Constitución esta república no tendrá solución ni destino. Y menos ahora, sometida a un desequilibrio mental grave.
Pero lo cierto es que una Nueva Constitución Nacional es necesaria y urgente. Nadie sabe quién ni cuándo ni cómo se hará, pero algo es indudable: con transparencia y sin condicionamientos, o la Patria será puras sombras.
Publicado en Página 12